Dados dos eventos A y B, A es causa de B si se cumplen una
serie de condiciones lógicas, dos sucesos importantes.
La ocurrencia de A va acompañada de la ocurrencia de B, o si
examinamos, representamos numéricamente el grado en que ocurren A y B, entonces
encontramos una correlación positiva entre ambas variables.
La no-ocurrencia de B implica que tampoco podrá hallarse la
ocurrencia de A, aunque la ocurrencia de B no tiene por qué estar ligada
necesariamente a la concurrencia de A.
Cuando dos eventos A y B cumplen las dos condiciones
anteriores decimos que existe una relación causal entre ambos: en concreto “A
es causa de B” o equivalentemente “B es un efecto de A”.
La idea de causa intuitivamente surge del intento de
explicarnos lo que ocurre a nuestro alrededor mediante un determinado esquema
lógico subyacente que nos permite relacionar unas cosas con otras mediante conexiones
necesarias. Esta capacidad para establecer conexiones causales es una habilidad
cognitiva básica de primates superiores, algunos mamíferos superiores e incluso
algunos invertebrados como el pulpo de mar.
Esta habilidad cognitiva básica es importante precisamente
porque existe cierta evidencia empírica de que
siempre que se dan las mismas circunstancias como causas, se producirá
siempre el mismo efecto. Eso es lo que entendemos por principio de causalidad
que según puede formular de un modo un tanto naif como “todo lo que sucede en
el mundo, en la Naturaleza tiene una causa” (también se suele parafrasear una
proposición de Aristóteles: “Todo lo que se mueve, se mueve por otro”).
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